Felicidad y juventud a cualquier precio
Las obras Revolución de un mundo, de Inés Saavedra, y Siempreviva, de Fabián Bril y Marta Delavalle, reflejan la obsesión actual por las apariencias y laexhibición de un bienestar narcisista destinada a despertar la envidia ajena
El ejercicio de la banalidad no está exento de una buena cuota de crueldad. Banalizar la vida es mirar el mundo de manera mezquina. La ética, en definitiva, es una cuestión de percepción. Conformarse con observar la realidad desde nuestras propias limitaciones, desde la pequeñez de quienes no se animan a observar al otro por encima de sus narices, deviene en cierta ceguera propensa al pensamiento único y enemiga de toda riqueza y complejidad conceptual.
Revolución de un mundo , el nuevo espectáculo de Inés Saavedra ( Cortamosondulamos, Divagaciones, Los hijos de los hijos) , expone los estragos que provoca cierto imaginario en el que la felicidad y la juventud deben obtenerse a cualquier precio, valiéndose de un lenguaje teatral depurado y preciso, que se despliega en el espacio de una vieja casona porteña. Pocas veces hemos visto en Buenos Aires una realización cuyo mérito principal radica en que los personajes dicen estupideces. Tantas estupideces que sus cuerpos se convierten también en un espejo de sus palabras. La madre, por ejemplo, excelentemente interpretada por Saavedra, confiesa que no se ríe porque se lo prohibió la dermatóloga. Ella detesta a su marido tanto como él a ella; sin embargo, a la hora de organizar una fiesta para su hija, los dos se abrazan y saludan como los presidentes estadounidenses antes de subir al helicóptero estacionado en la Casa Blanca. Mientras tanto, la hija del matrimonio padece problemas bastante serios, pero ellos no la ven. No pueden verla. Están ocupados en alimentar un narcisismo ridículo y mostrarles a los otros que son felices y lo tienen todo. Ya en la fiesta, la única que sufre es la homenajeada, al tiempo que los invitados se consagran a las frases hechas, las palabras vacías, los juegos de la sofisticación y el gusto por decir sin decir nada.
Más allá de la anécdota , Revolución de un mundo es una celebración de la muerte. ¿O acaso negar el paso del tiempo no es una de las formas de la muerte? La vida supone un camino que incluye el envejecimiento. Sólo puede congelarse aquello que carece del soplo del vivir. Ni siquiera Orfeo, que tanto amaba a Eurídice, pudo rescatar a su amada del territorio de Caronte, ya que cuando lo intentó, la perdió por mirarla y ella regresó a las profundidades del infierno para no volver nunca jamás, como cualquier mortal. Si este espectáculo es uno de los más importantes de la actual cartelera teatral, lo es porque Saavedra percibió que en la angustia de la hija está la clave para comprender que lo banal produce un efecto devastador en quienes no pueden integrarse en ese mundo vacío y sin sentido.
En otro registro, más grotesco y más trágico, Fabián Bril y Marta Delavalle crearon Siempreviva, un espectáculo teatral basado en La condesa sangrienta , de Alejandra Pizarnik, que se presenta en la sala Silencio de Negras. La acción transcurre en los años cincuenta, en una casa de las afueras de Buenos Aires donde se lleva a cabo el velorio del jefe de la familia. Pero lo que está en juego aquí no es el lamento por el difunto, sino todo lo que es capaz de hacer la viuda para mantenerse eternamente joven. Lo que ella intenta es un tratamiento cruento y casero. Pero la falta de logros inmediatos la convierte cada vez más en una figura patética y desesperada, entregada a prácticas tan siniestras como repulsivas. El espectáculo, de lograda potencia dramática, pone al descubierto el caos que suele imponerse detrás de la aparente belleza.
Revolución de un mundo y Siempreviva provienen de un mundo en el que la promoción de la felicidad y la juventud se ha convertido en un imperativo para la existencia. Pero no se trata de la felicidad entendida como un estado de satisfacción espiritual o como el resultado de logros personales. Se trata exactamente de lo contrario. A estos personajes les importa más mostrarse jóvenes y felices que acceder a la módica cuota de felicidad a la que aspiran los humanos y que se puede encontrar en cualquier etapa de la vida. Y lo que es peor: aspiran a ser inmortales. No saben que toda felicidad es posible porque es perecedera.
sábado, 13 de septiembre de 2008
viernes, 25 de julio de 2008
Camilo Sánchez para Clarín dijo:
Eterna juventud
Con dirección de Fabián Bril y una interpretación potente, la obra ironiza sobre los flagelos del paso del tiempo.
UNA CASA VELATORIA DONDE SE POTENCIA EL HORROR POR LOS DETERIOROS DEL CUERPO.
En la casa, un primer piso del barrio Montserrat, sucede un ritual dentro de otro: una obra de teatro ambientada -hay coronas y palmas en los pasillos y en la escalera- en lo que parecen los naufragios de un sepelio. Se ha muerto el dueño de casa y, en los intersticios del velatorio, se hilará una historia entre diabólica y desopilante. La línea de acción de Siempreviva está ambientada en los años '50 y la viuda reciente, alentada por Nené, su enamoradiza ama de llaves, sostiene una estrategia macabra -obtener óvulos de jóvenes adolescentes a cualquier costo- para mantenerse eterna, joven, siempre viva.
La dramaturgia de Fabián Bril y Marta Delavalle hizo base en La condesa sangrienta de Alejandra Pizarnik, para trabajar desde ahí en un registro propio en el texto y la trama, que simula un grotesco jugado dramáticamente en serio. El ritmo, la musicalidad de Siempreviva, a partir de imágenes que abren y cierran pequeños actos, no ofrece baches en su intento de bucear en la naturaleza misma del horror.
En tanto, la intensidad de la interpretación potencia los sucesos que determinan una reflexión posible sobre la compleja modalidad de la época: la compulsión indeclinable a la juventud. Esa posmoderna y berreta parodia de otras iniciaciones y mitología que acompañaron la especie humana desde siempre.
En un elenco interpretativo muy parejo, que vuelve expresivo hasta los detalles, las entradas y salidas, y ese vertiginoso deambular por la sala velatoria, puede destacarse a Lidia, la viuda: un César Elloy travestido y complejo, que transmite el desmoronamiento de la dueña de casa.
Por otro lado, ronda la casa mortuoria una sexualidad furtiva, ardorosamente clandestina, con discusiones familiares que se cierran a través de besos ampulosos que buscan, no el placer, sino la humillación del adversario. Con algún personaje mínimo -el hermano del muerto flamante- que hace un alarde de hombría ante la viuda desmayada. Con un ama de llaves atormentada, a su vez, por los vestigios de su decadencia y que proyecta, en su patrona, la servidumbre de su propio goce. La suegra, en tanto, también esconde pero a la vez sospecha, y trata de recomponer sin éxito una cordura familiar perdida para siempre.
En otro de los aciertos de la puesta, al espacio escénico donde se monta Siempreviva no le sobra nada. El espectador queda involucrado, de entrada, en ese velorio desmadrado: sentado contra una de las paredes de la sala, participará de las conspiraciones que rodean al muerto y a su viuda que pasa -son los primeros momentos al frente de la casa- de la orfandad del duelo a un manejo indiscriminado del poder.
Con dirección de Fabián Bril y una interpretación potente, la obra ironiza sobre los flagelos del paso del tiempo.
UNA CASA VELATORIA DONDE SE POTENCIA EL HORROR POR LOS DETERIOROS DEL CUERPO.
En la casa, un primer piso del barrio Montserrat, sucede un ritual dentro de otro: una obra de teatro ambientada -hay coronas y palmas en los pasillos y en la escalera- en lo que parecen los naufragios de un sepelio. Se ha muerto el dueño de casa y, en los intersticios del velatorio, se hilará una historia entre diabólica y desopilante. La línea de acción de Siempreviva está ambientada en los años '50 y la viuda reciente, alentada por Nené, su enamoradiza ama de llaves, sostiene una estrategia macabra -obtener óvulos de jóvenes adolescentes a cualquier costo- para mantenerse eterna, joven, siempre viva.
La dramaturgia de Fabián Bril y Marta Delavalle hizo base en La condesa sangrienta de Alejandra Pizarnik, para trabajar desde ahí en un registro propio en el texto y la trama, que simula un grotesco jugado dramáticamente en serio. El ritmo, la musicalidad de Siempreviva, a partir de imágenes que abren y cierran pequeños actos, no ofrece baches en su intento de bucear en la naturaleza misma del horror.
En tanto, la intensidad de la interpretación potencia los sucesos que determinan una reflexión posible sobre la compleja modalidad de la época: la compulsión indeclinable a la juventud. Esa posmoderna y berreta parodia de otras iniciaciones y mitología que acompañaron la especie humana desde siempre.
En un elenco interpretativo muy parejo, que vuelve expresivo hasta los detalles, las entradas y salidas, y ese vertiginoso deambular por la sala velatoria, puede destacarse a Lidia, la viuda: un César Elloy travestido y complejo, que transmite el desmoronamiento de la dueña de casa.
Por otro lado, ronda la casa mortuoria una sexualidad furtiva, ardorosamente clandestina, con discusiones familiares que se cierran a través de besos ampulosos que buscan, no el placer, sino la humillación del adversario. Con algún personaje mínimo -el hermano del muerto flamante- que hace un alarde de hombría ante la viuda desmayada. Con un ama de llaves atormentada, a su vez, por los vestigios de su decadencia y que proyecta, en su patrona, la servidumbre de su propio goce. La suegra, en tanto, también esconde pero a la vez sospecha, y trata de recomponer sin éxito una cordura familiar perdida para siempre.
En otro de los aciertos de la puesta, al espacio escénico donde se monta Siempreviva no le sobra nada. El espectador queda involucrado, de entrada, en ese velorio desmadrado: sentado contra una de las paredes de la sala, participará de las conspiraciones que rodean al muerto y a su viuda que pasa -son los primeros momentos al frente de la casa- de la orfandad del duelo a un manejo indiscriminado del poder.
viernes, 11 de julio de 2008
Conrado Beretta para “Los Restos del Naufragio” dijo:
El crimen por la eternidad
Mediante un juego intertextual con la Condesa Sangrienta, un clásico de Alejandra Pizarnik, los directores han logrado producir un texto espectacular autónomo, exhaustivo y potente.
“Si el acto sexual implica una suerte de muerte,
Erzébet Báthory necesitaba de la muerte visible, elemental, grosera,
para poder morir de esa muerte figurada que viene a ser el orgasmo.”
Alejandra Pizarnik, LA CONDESA SANGRIENTA
Durante los últimos años , la escritura de Alejandra Pizarnik ha sido abordada por numerosos artistas con el objeto de llevarla a escena, no sólo su único texto desarrollado para las tablas –Los perturbados entre lilas-, también, producciones textuales fundadas en su trabajo poético.
Bril y Delavalle revelan una profunda intuición sobre la obra de Pizarnik, ostentada en los atributos de la representación que han llevado a cabo –ambos en el texto, el primero en la dirección general-, y por la precisa elección entre el extenso trabajo de la poeta.
Siempreviva se inserta en una compleja relación paradigmática donde el autor y la referencia se desvanecen, detrás del origen perdido de la escritura. Alejandra Pizarnik elaboró su artículo “La condesa sangrienta”, en base a una lectura crítica de “La Comtesse Sanglante” , perteneciente a la escritora francesa, Valentine Penrose, quien llevó a cabo una biografía ficcional acerca de Erzsébet Bathory –la condesa húngara, conocida por sus crímenes durante la Edad Media-, a partir de investigaciones y documentación histórica. De esta manera vemos como se ha desencadenado un juego laberíntico de escrituras y reescrituras, una espesa maraña de vinculaciones intertextuales que enriquecen e interpelan al lector/espectador.
La referencia primigenia ha estallado en mil pedazos, producto de una cadena de copias y simulacros que obturan la denotación. En este juego descripto se sitúa el espectáculo: Bril y Delavalle han tomado la posta , continuando con la dinámica, esta vez, proponiendo otro texto –espectacular, teatral- en el devenir fragmentario del reflejo.
El mundo de la historia acontece en la década del ‘50, Argentina, un hombre falleció y lo velan en su casa. La acción transcurre en las habitaciones contiguas a la sala del difunto; allí, el espectador es un testigo privilegiado desde el momento en que ingresa a la casa–teatro: es que se ha pensado en él desde la génesis de la puesta, y por ello está implicado en medio del trabajo de los actores. La porosidad de la relación teatral –espectador/actor– es más evidente durante la espera de los asistentes que, poco a poco, otean el sitio y se encuentran con la representación en pleno funcionamiento. Una mucama sirve vino, las coronas con inscripciones alusivas inundan los rincones, las lloronas atraviesan la habitación, hemos sido constituidos como espectadores. Al cabo de un rato, se reestablecerá el orden del dispositivo: un tercero organizará el ingreso al espacio, ya conservador, con las gradas listas para ser ocupadas.
Livia , la viuda y dama de la casa, vive con incuria la pérdida de su marido, sólo la preocupa un objetivo: la suspensión del devenir, la concomitante obliteración de la corrupción corporal. Pretende vivir a través de los tiempos, perpetuamente joven, motivo que la compele a buscar el brebaje entre los cuerpos de las jóvenes. La gobernanta de la casa , íntima compañera de la señora, suscita tremebundos actos de tortura y martirio, sosteniendo prácticas de hechicería en pos de métodos más lenitivos. Pareciera que la acción se suspende en el tiempo, abriéndose a un presente genérico, predicando continuamente sobre la recóndita relación de las dos mujeres.
El espacio empleado para este espectáculo reluce entre los materiales sígnicos, más allá del carácter significativo que adquiere en la institución de la diégesis, funciona como un terreno propicio para la generación de diversos planos sonoros: los pasos de los actores, la acústica de las voces, los golpes que anuncian una nueva llegada.
El irreprensible trabajo de los actores evidencia un lazo destacable que se materializa en los movimientos, las miradas, la sincronización de los cuerpos, los cuadros expresivos que construyen en el plano de la escena.
La intertextualidad, según Jonathan Culler, surge como producto de la lectura, al ubicar un texto dentro de un espacio discursivo en el que se relaciona con varios códigos formados en el mismo acto. Precisamente de este vínculo proteico , los autores han emanado una representación que, con virtuosos elementos, adquiere una fortaleza dramática imponente, desplegada durante todo el relato, hasta descollar en el clímax, estableciendo un crescendo equilibrado.
Mediante un juego intertextual con la Condesa Sangrienta, un clásico de Alejandra Pizarnik, los directores han logrado producir un texto espectacular autónomo, exhaustivo y potente.
“Si el acto sexual implica una suerte de muerte,
Erzébet Báthory necesitaba de la muerte visible, elemental, grosera,
para poder morir de esa muerte figurada que viene a ser el orgasmo.”
Alejandra Pizarnik, LA CONDESA SANGRIENTA
Durante los últimos años , la escritura de Alejandra Pizarnik ha sido abordada por numerosos artistas con el objeto de llevarla a escena, no sólo su único texto desarrollado para las tablas –Los perturbados entre lilas-, también, producciones textuales fundadas en su trabajo poético.
Bril y Delavalle revelan una profunda intuición sobre la obra de Pizarnik, ostentada en los atributos de la representación que han llevado a cabo –ambos en el texto, el primero en la dirección general-, y por la precisa elección entre el extenso trabajo de la poeta.
Siempreviva se inserta en una compleja relación paradigmática donde el autor y la referencia se desvanecen, detrás del origen perdido de la escritura. Alejandra Pizarnik elaboró su artículo “La condesa sangrienta”, en base a una lectura crítica de “La Comtesse Sanglante” , perteneciente a la escritora francesa, Valentine Penrose, quien llevó a cabo una biografía ficcional acerca de Erzsébet Bathory –la condesa húngara, conocida por sus crímenes durante la Edad Media-, a partir de investigaciones y documentación histórica. De esta manera vemos como se ha desencadenado un juego laberíntico de escrituras y reescrituras, una espesa maraña de vinculaciones intertextuales que enriquecen e interpelan al lector/espectador.
La referencia primigenia ha estallado en mil pedazos, producto de una cadena de copias y simulacros que obturan la denotación. En este juego descripto se sitúa el espectáculo: Bril y Delavalle han tomado la posta , continuando con la dinámica, esta vez, proponiendo otro texto –espectacular, teatral- en el devenir fragmentario del reflejo.
El mundo de la historia acontece en la década del ‘50, Argentina, un hombre falleció y lo velan en su casa. La acción transcurre en las habitaciones contiguas a la sala del difunto; allí, el espectador es un testigo privilegiado desde el momento en que ingresa a la casa–teatro: es que se ha pensado en él desde la génesis de la puesta, y por ello está implicado en medio del trabajo de los actores. La porosidad de la relación teatral –espectador/actor– es más evidente durante la espera de los asistentes que, poco a poco, otean el sitio y se encuentran con la representación en pleno funcionamiento. Una mucama sirve vino, las coronas con inscripciones alusivas inundan los rincones, las lloronas atraviesan la habitación, hemos sido constituidos como espectadores. Al cabo de un rato, se reestablecerá el orden del dispositivo: un tercero organizará el ingreso al espacio, ya conservador, con las gradas listas para ser ocupadas.
Livia , la viuda y dama de la casa, vive con incuria la pérdida de su marido, sólo la preocupa un objetivo: la suspensión del devenir, la concomitante obliteración de la corrupción corporal. Pretende vivir a través de los tiempos, perpetuamente joven, motivo que la compele a buscar el brebaje entre los cuerpos de las jóvenes. La gobernanta de la casa , íntima compañera de la señora, suscita tremebundos actos de tortura y martirio, sosteniendo prácticas de hechicería en pos de métodos más lenitivos. Pareciera que la acción se suspende en el tiempo, abriéndose a un presente genérico, predicando continuamente sobre la recóndita relación de las dos mujeres.
El espacio empleado para este espectáculo reluce entre los materiales sígnicos, más allá del carácter significativo que adquiere en la institución de la diégesis, funciona como un terreno propicio para la generación de diversos planos sonoros: los pasos de los actores, la acústica de las voces, los golpes que anuncian una nueva llegada.
El irreprensible trabajo de los actores evidencia un lazo destacable que se materializa en los movimientos, las miradas, la sincronización de los cuerpos, los cuadros expresivos que construyen en el plano de la escena.
La intertextualidad, según Jonathan Culler, surge como producto de la lectura, al ubicar un texto dentro de un espacio discursivo en el que se relaciona con varios códigos formados en el mismo acto. Precisamente de este vínculo proteico , los autores han emanado una representación que, con virtuosos elementos, adquiere una fortaleza dramática imponente, desplegada durante todo el relato, hasta descollar en el clímax, estableciendo un crescendo equilibrado.
martes, 8 de julio de 2008
ANSud dijo:
Siempreviva, o las que no desean envejecer jamás
Erzébet Báthory, también conocida como la Condesa Sangrienta, no quería envejecer. Livia, la protagonista de Siempreviva, obra teatral de Fabián Bril y Marta Delavalle, tampoco. Mientras la primera, gracias a su condición noble y a los oscuros tiempos en que vivió —la Hungría del siglo XVI—, recurría a la tortura sistemática y al desangramiento, entre otras bondades inadmisibles, de núbiles muchachas, la segunda, gracias a la pericia de los autores, encuentra un modo más sofisticado (y, si se quiere, más moderno, pero no menos cruel y perverso) para lograr el mismo imposible cometido.
Siempreviva viene a formar parte de una larga cadena de obras teatrales, poéticas y narrativas que se refieren a este inusual personaje histórico. La Condesa Sangrienta no sólo existió (y para tranquilidad de muchos, fue procesada y condenada a morir emparedada en su propio castillo, escenario de sus crímenes más horrendos: se llegaron a contabilizar hasta 650 muchachas muertas), sino que su figura suscitó los más variados textos y hasta la existencia de un grupo musical (de heavy-metal, para ser más precisos) que lleva su mismo nombre. Dos de las obras más importantes que su sangrienta estela ha dejado están en la base —y en la mente de los autores— de Siempreviva.
Por un lado, la biografía novelada escrita por Valentine Penrose (La comtesse sanglante, 1962), voluminosa obra en la que se describe, con lujo de detalles, la vida de la lóbrega dama en cuestión, así como sus relaciones familiares, sociales y políticas. El texto, sin embargo, no hace hincapié en las escenas más morbosas y alucinantes sino que se limita a relatar, tras una larga investigación, el espeluznante caso. Aún así, y quizá porque Penrose, después de todo, también era poeta, ese texto logró capturar a esa otra dama (acaso sólo literariamente nocturna), que es la poeta argentina Alejandra Pizarnik. En 1966, ella publicó en la revista Testigo una nota (o, mejor, un relato poético, recogido en 1971 en libro), que tocaba los aspectos más densos y tenebrosos del libro de Penrose, precisamente aquellos donde ésta no había querido cargar las tintas.
Bril y Delavalle retoman entonces la idea rectora del personaje, su fiera y absoluta negativa a envejecer, su perversión, su insólita crueldad, y lo reencarnan en los años 50 y en la recientemente viuda Livia, una adinerada mujer argentina, una esclava más del deseo de no envejecer y del miedo irracional a lo inexorable: el paso del tiempo. Al igual que Erzébet, Livia tiene una obediente hasta la saciedad sirvienta, Nené, quien no sólo le proporciona los cuidados que su belleza marchita (mejor aún: marchitándose sin prisa y sin pausa) demanda, sino que también hace “experimentos”, consigo misma y con chicas provenientes de un orfanato, para conseguir el elixir que le permita a su ama ser lozana otra vez. La relación entre ambas, sádica por donde se la mire —pero también la más pura de cuantas Livia tiene—, marca el derrotero de la obra, en tanto ambas aparecen en el “escenario” en el principio y el final.
Y aquí, al menos tres puntualizaciones.
La primera concierne al teatro en el que esta obra se lleva a cabo. No es un teatro convencional. No hay telón. No hay butacas. Silencio de Negras es una casa reciclada del barrio de Constitución, cuya distribución ha sido sabiamente utilizada en función del drama y así, las escaleras, las habitaciones y hasta la puerta de calle son incorporadas al devenir de la obra, que transcurre, en su mayor parte, durante el velorio del marido de Livia, Avelino. Más todavía, el sorprendido espectador ingresa a un hall de recibo en el que hay dos coronas fúnebres sobre una de las paredes y en el extremo opuesto, un pequeño altar, con velas y cirios ardiendo, erigido en honor al difunto, cuya foto trasunta cierta inquietud. Una mucama ofrece, tímida, algo azorada (se nota que es nueva en sus funciones), una copa de vino a los recién llegados y luego los hace pasar a la “sala central”: dos habitaciones “de la casa”, delimitadas sólo por los acertados cambios de luces. Unas estrechas gradas colocadas en la larga pared del fondo permiten al espectador observar y asistir a todo lo que sucede desde muy cerca, pero sin que la necesaria distancia escénica se pierda en ningún momento.
La segunda puntualización involucra al actor principal de la obra, César Elloy, en su magnífica interpretación de la condesa sangrienta, ahora devenida en una suerte de diva hollywoodense porteña. Es una línea muy fina la que le toca transitar, en tanto fácilmente podría caer en la caricatura o en la mera burla, cosa que no sucede, ni siquiera cuando debe mostrar los costados más grotescos del personaje. Elloy logra acondicionar su voz de modo que suene con los imperativos acordes de una poderosa, una persona a quien nunca nadie le ha dicho “no”. Pero Livia es una mujer dueña de un poder que se extingue fatalmente, haga lo que haga y le suplique a quien le suplique, y así lo demuestra su composición del personaje. Todo esto, desde luego, sin desmerecer el excelente trabajo del resto del elenco, integrado por Carla Vidal, Eugenio Tourn, Marta Haller, Ivana Caballero y Pablo Giles.
La última puntualización tiene que ver con las resonancias literarias presentes en la obra. Si bien está muy lejos de la poética —y desgarrante— condesa pizarnikiana, ecos de los textos en prosa menos frecuentados de la misma poeta resuenan en Siempreviva en los momentos en que la obra, por ejemplo, para descomprimir un poco su dramatismo, apela al humor procaz, así como al más ingenuo. También algunos detalles vinculados con el mundo poético de Pizarnik aparecen, como las referencias a la niñez, a la oscuridad y la cajita musical que con gran acierto suena en el punto más alto de la puesta. La lograda ambientación, el vestuario y el registro coloquial de los diálogos, a su vez, nos evocan a ese otro gran autor argentino, tan en consonancia con la época, los nombres y la circunstancia elegida por los autores, que es Manuel Puig.
Siempreviva no sólo le da una más que interesante vuelta de tuerca al (in)comprensible deseo de no envejecer jamás, a la sed de juventud y belleza, a la siempre quimérica vida eterna a la que todos, del modo que sea, aspiran. También, al par de inscribirse en esta notable ascendencia literaria integrada, entre otros, por Penrose y Pizarnik, pone en escena un tema de intensa actualidad, porque ¿qué otra cosa son si no pequeñas y menos crueles condesas sangrientas todas esas mujeres que no dudan un instante en entrar en asépticos quirófanos cada seis meses o en recibir pinchazos de botox, muy parecidos a los pinchazos con largas y finas agujas que Erzébet prodigaba a sus costureritas rebeldes?
Como se ve, esto es tan antiguo como el mundo. En definitiva, se trata de matar al tiempo, “ese asesino que mata huyendo”.
Erzébet Báthory, también conocida como la Condesa Sangrienta, no quería envejecer. Livia, la protagonista de Siempreviva, obra teatral de Fabián Bril y Marta Delavalle, tampoco. Mientras la primera, gracias a su condición noble y a los oscuros tiempos en que vivió —la Hungría del siglo XVI—, recurría a la tortura sistemática y al desangramiento, entre otras bondades inadmisibles, de núbiles muchachas, la segunda, gracias a la pericia de los autores, encuentra un modo más sofisticado (y, si se quiere, más moderno, pero no menos cruel y perverso) para lograr el mismo imposible cometido.
Siempreviva viene a formar parte de una larga cadena de obras teatrales, poéticas y narrativas que se refieren a este inusual personaje histórico. La Condesa Sangrienta no sólo existió (y para tranquilidad de muchos, fue procesada y condenada a morir emparedada en su propio castillo, escenario de sus crímenes más horrendos: se llegaron a contabilizar hasta 650 muchachas muertas), sino que su figura suscitó los más variados textos y hasta la existencia de un grupo musical (de heavy-metal, para ser más precisos) que lleva su mismo nombre. Dos de las obras más importantes que su sangrienta estela ha dejado están en la base —y en la mente de los autores— de Siempreviva.
Por un lado, la biografía novelada escrita por Valentine Penrose (La comtesse sanglante, 1962), voluminosa obra en la que se describe, con lujo de detalles, la vida de la lóbrega dama en cuestión, así como sus relaciones familiares, sociales y políticas. El texto, sin embargo, no hace hincapié en las escenas más morbosas y alucinantes sino que se limita a relatar, tras una larga investigación, el espeluznante caso. Aún así, y quizá porque Penrose, después de todo, también era poeta, ese texto logró capturar a esa otra dama (acaso sólo literariamente nocturna), que es la poeta argentina Alejandra Pizarnik. En 1966, ella publicó en la revista Testigo una nota (o, mejor, un relato poético, recogido en 1971 en libro), que tocaba los aspectos más densos y tenebrosos del libro de Penrose, precisamente aquellos donde ésta no había querido cargar las tintas.
Bril y Delavalle retoman entonces la idea rectora del personaje, su fiera y absoluta negativa a envejecer, su perversión, su insólita crueldad, y lo reencarnan en los años 50 y en la recientemente viuda Livia, una adinerada mujer argentina, una esclava más del deseo de no envejecer y del miedo irracional a lo inexorable: el paso del tiempo. Al igual que Erzébet, Livia tiene una obediente hasta la saciedad sirvienta, Nené, quien no sólo le proporciona los cuidados que su belleza marchita (mejor aún: marchitándose sin prisa y sin pausa) demanda, sino que también hace “experimentos”, consigo misma y con chicas provenientes de un orfanato, para conseguir el elixir que le permita a su ama ser lozana otra vez. La relación entre ambas, sádica por donde se la mire —pero también la más pura de cuantas Livia tiene—, marca el derrotero de la obra, en tanto ambas aparecen en el “escenario” en el principio y el final.
Y aquí, al menos tres puntualizaciones.
La primera concierne al teatro en el que esta obra se lleva a cabo. No es un teatro convencional. No hay telón. No hay butacas. Silencio de Negras es una casa reciclada del barrio de Constitución, cuya distribución ha sido sabiamente utilizada en función del drama y así, las escaleras, las habitaciones y hasta la puerta de calle son incorporadas al devenir de la obra, que transcurre, en su mayor parte, durante el velorio del marido de Livia, Avelino. Más todavía, el sorprendido espectador ingresa a un hall de recibo en el que hay dos coronas fúnebres sobre una de las paredes y en el extremo opuesto, un pequeño altar, con velas y cirios ardiendo, erigido en honor al difunto, cuya foto trasunta cierta inquietud. Una mucama ofrece, tímida, algo azorada (se nota que es nueva en sus funciones), una copa de vino a los recién llegados y luego los hace pasar a la “sala central”: dos habitaciones “de la casa”, delimitadas sólo por los acertados cambios de luces. Unas estrechas gradas colocadas en la larga pared del fondo permiten al espectador observar y asistir a todo lo que sucede desde muy cerca, pero sin que la necesaria distancia escénica se pierda en ningún momento.
La segunda puntualización involucra al actor principal de la obra, César Elloy, en su magnífica interpretación de la condesa sangrienta, ahora devenida en una suerte de diva hollywoodense porteña. Es una línea muy fina la que le toca transitar, en tanto fácilmente podría caer en la caricatura o en la mera burla, cosa que no sucede, ni siquiera cuando debe mostrar los costados más grotescos del personaje. Elloy logra acondicionar su voz de modo que suene con los imperativos acordes de una poderosa, una persona a quien nunca nadie le ha dicho “no”. Pero Livia es una mujer dueña de un poder que se extingue fatalmente, haga lo que haga y le suplique a quien le suplique, y así lo demuestra su composición del personaje. Todo esto, desde luego, sin desmerecer el excelente trabajo del resto del elenco, integrado por Carla Vidal, Eugenio Tourn, Marta Haller, Ivana Caballero y Pablo Giles.
La última puntualización tiene que ver con las resonancias literarias presentes en la obra. Si bien está muy lejos de la poética —y desgarrante— condesa pizarnikiana, ecos de los textos en prosa menos frecuentados de la misma poeta resuenan en Siempreviva en los momentos en que la obra, por ejemplo, para descomprimir un poco su dramatismo, apela al humor procaz, así como al más ingenuo. También algunos detalles vinculados con el mundo poético de Pizarnik aparecen, como las referencias a la niñez, a la oscuridad y la cajita musical que con gran acierto suena en el punto más alto de la puesta. La lograda ambientación, el vestuario y el registro coloquial de los diálogos, a su vez, nos evocan a ese otro gran autor argentino, tan en consonancia con la época, los nombres y la circunstancia elegida por los autores, que es Manuel Puig.
Siempreviva no sólo le da una más que interesante vuelta de tuerca al (in)comprensible deseo de no envejecer jamás, a la sed de juventud y belleza, a la siempre quimérica vida eterna a la que todos, del modo que sea, aspiran. También, al par de inscribirse en esta notable ascendencia literaria integrada, entre otros, por Penrose y Pizarnik, pone en escena un tema de intensa actualidad, porque ¿qué otra cosa son si no pequeñas y menos crueles condesas sangrientas todas esas mujeres que no dudan un instante en entrar en asépticos quirófanos cada seis meses o en recibir pinchazos de botox, muy parecidos a los pinchazos con largas y finas agujas que Erzébet prodigaba a sus costureritas rebeldes?
Como se ve, esto es tan antiguo como el mundo. En definitiva, se trata de matar al tiempo, “ese asesino que mata huyendo”.
sábado, 5 de julio de 2008
Laura Ventura para culturAR dijo:
A CONDESA QUE QUERíA VIVIR
“Dios está en todos los detalles y usted es muy detallista”
Fragmento de la obra
Lidia, una seductora viuda, llora en el velatorio de su esposo. El motivo de su dolor es la pérdida, pero no de su ser amado, sino de su juventud. Basado en La Condesa sangrienta (1965), de Alejandra Pizarnik, Siempreviva, esta versión de Fabián Bril y Marta Delavalle toma la historia de la gran escritora argentina, quien a su vez se había inspirado en una noble rumana del siglo XVI, conocida como "la Drácula mujer".
Gracias a su criada más leal (en la piel de Carla Vidal, quien logra una muy buena interpretación), Lidia (Cesar Eloy) se somete a todo tipo de cosméticos, cremas y afeites para mantener su belleza. Pero uno de estos tratamientos es macabro e incluye los óvulos y sangre de doncellas y para lograr este cometido el asesinato es el único modo
La crueldad es el común denominado en este texto sobre dominados y dominantes y sobre la atracción fatal de la belleza, a la que algunos aspiran y a la que otros no pueden resistirse. El elenco que completa esta obra (Ivana Cavallero, Pablo Giles, Marta Haller, Eugenio Tourn) se entrega de modo visceral para transmitir aquellas sensaciones en un texto que no permite que el espectador se relaje en su asiento.
El trabajo de Carolina Ferraiuolo, en vestuario, es impecable, como lo es también la ambientación y la escenografía, ambas a cargo de Cristina González. La sala además juega un papel crucial para ubicar al espectador en la atmósfera del relto que está por presenciar y asiste a una experiencia teatral desde el primer instante que llega a aquella casona antigua.
“Dios está en todos los detalles y usted es muy detallista”
Fragmento de la obra
Lidia, una seductora viuda, llora en el velatorio de su esposo. El motivo de su dolor es la pérdida, pero no de su ser amado, sino de su juventud. Basado en La Condesa sangrienta (1965), de Alejandra Pizarnik, Siempreviva, esta versión de Fabián Bril y Marta Delavalle toma la historia de la gran escritora argentina, quien a su vez se había inspirado en una noble rumana del siglo XVI, conocida como "la Drácula mujer".
Gracias a su criada más leal (en la piel de Carla Vidal, quien logra una muy buena interpretación), Lidia (Cesar Eloy) se somete a todo tipo de cosméticos, cremas y afeites para mantener su belleza. Pero uno de estos tratamientos es macabro e incluye los óvulos y sangre de doncellas y para lograr este cometido el asesinato es el único modo
La crueldad es el común denominado en este texto sobre dominados y dominantes y sobre la atracción fatal de la belleza, a la que algunos aspiran y a la que otros no pueden resistirse. El elenco que completa esta obra (Ivana Cavallero, Pablo Giles, Marta Haller, Eugenio Tourn) se entrega de modo visceral para transmitir aquellas sensaciones en un texto que no permite que el espectador se relaje en su asiento.
El trabajo de Carolina Ferraiuolo, en vestuario, es impecable, como lo es también la ambientación y la escenografía, ambas a cargo de Cristina González. La sala además juega un papel crucial para ubicar al espectador en la atmósfera del relto que está por presenciar y asiste a una experiencia teatral desde el primer instante que llega a aquella casona antigua.
domingo, 15 de junio de 2008
Ayelen Graneros para eNescenaHOY dijo:
Silencio de Negras es una nueva sala, mejor llamada casa-teatro, en congreso. Se encuentra debutando con Siempreviva, un espectáculo de Fabián Bril y Marta Delavalle, basado en “La Condesa Sangrienta” de Alejandra Pizarnik.
En una mujer que busca el poder y la eterna juventud, se juega con la masculinización de lo femenino (o quizá con la feminización de lo masculino). Siempreviva, trata de una historia de mujeres con sólo dos personajes masculinos: el muerto y su hermano; donde las mujeres que asumen roles de poder toman características masculinas. El modo en que esto está representado hace de la obra una propuesta interesante y peculiar en la cartelera porteña.
En el marco de un funeral, el deseo de vivir se ve intensificado. Las acciones se vuelven cuestión de vida o muerte y los personajes dejan aparecer sus lados más siniestros. Esta trama, tan cómica como dramática, va de la mano de muy buenas actuaciones y un espacio escénico bien explotado. Metáfora extravagante del rol de la mujer en la sociedad, revela sus exigencias perversas que finalmente llevan al desconcierto y a la locura.
En una mujer que busca el poder y la eterna juventud, se juega con la masculinización de lo femenino (o quizá con la feminización de lo masculino). Siempreviva, trata de una historia de mujeres con sólo dos personajes masculinos: el muerto y su hermano; donde las mujeres que asumen roles de poder toman características masculinas. El modo en que esto está representado hace de la obra una propuesta interesante y peculiar en la cartelera porteña.
En el marco de un funeral, el deseo de vivir se ve intensificado. Las acciones se vuelven cuestión de vida o muerte y los personajes dejan aparecer sus lados más siniestros. Esta trama, tan cómica como dramática, va de la mano de muy buenas actuaciones y un espacio escénico bien explotado. Metáfora extravagante del rol de la mujer en la sociedad, revela sus exigencias perversas que finalmente llevan al desconcierto y a la locura.
viernes, 13 de junio de 2008
jueves, 5 de junio de 2008
domingo, 1 de junio de 2008
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