Eterna juventud
Con dirección de Fabián Bril y una interpretación potente, la obra ironiza sobre los flagelos del paso del tiempo.
UNA CASA VELATORIA DONDE SE POTENCIA EL HORROR POR LOS DETERIOROS DEL CUERPO.
En la casa, un primer piso del barrio Montserrat, sucede un ritual dentro de otro: una obra de teatro ambientada -hay coronas y palmas en los pasillos y en la escalera- en lo que parecen los naufragios de un sepelio. Se ha muerto el dueño de casa y, en los intersticios del velatorio, se hilará una historia entre diabólica y desopilante. La línea de acción de Siempreviva está ambientada en los años '50 y la viuda reciente, alentada por Nené, su enamoradiza ama de llaves, sostiene una estrategia macabra -obtener óvulos de jóvenes adolescentes a cualquier costo- para mantenerse eterna, joven, siempre viva.
La dramaturgia de Fabián Bril y Marta Delavalle hizo base en La condesa sangrienta de Alejandra Pizarnik, para trabajar desde ahí en un registro propio en el texto y la trama, que simula un grotesco jugado dramáticamente en serio. El ritmo, la musicalidad de Siempreviva, a partir de imágenes que abren y cierran pequeños actos, no ofrece baches en su intento de bucear en la naturaleza misma del horror.
En tanto, la intensidad de la interpretación potencia los sucesos que determinan una reflexión posible sobre la compleja modalidad de la época: la compulsión indeclinable a la juventud. Esa posmoderna y berreta parodia de otras iniciaciones y mitología que acompañaron la especie humana desde siempre.
En un elenco interpretativo muy parejo, que vuelve expresivo hasta los detalles, las entradas y salidas, y ese vertiginoso deambular por la sala velatoria, puede destacarse a Lidia, la viuda: un César Elloy travestido y complejo, que transmite el desmoronamiento de la dueña de casa.
Por otro lado, ronda la casa mortuoria una sexualidad furtiva, ardorosamente clandestina, con discusiones familiares que se cierran a través de besos ampulosos que buscan, no el placer, sino la humillación del adversario. Con algún personaje mínimo -el hermano del muerto flamante- que hace un alarde de hombría ante la viuda desmayada. Con un ama de llaves atormentada, a su vez, por los vestigios de su decadencia y que proyecta, en su patrona, la servidumbre de su propio goce. La suegra, en tanto, también esconde pero a la vez sospecha, y trata de recomponer sin éxito una cordura familiar perdida para siempre.
En otro de los aciertos de la puesta, al espacio escénico donde se monta Siempreviva no le sobra nada. El espectador queda involucrado, de entrada, en ese velorio desmadrado: sentado contra una de las paredes de la sala, participará de las conspiraciones que rodean al muerto y a su viuda que pasa -son los primeros momentos al frente de la casa- de la orfandad del duelo a un manejo indiscriminado del poder.
viernes, 25 de julio de 2008
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