martes, 8 de julio de 2008

ANSud dijo:

Siempreviva, o las que no desean envejecer jamás
Erzébet Báthory, también conocida como la Condesa Sangrienta, no quería envejecer. Livia, la protagonista de Siempreviva, obra teatral de Fabián Bril y Marta Delavalle, tampoco. Mientras la primera, gracias a su condición noble y a los oscuros tiempos en que vivió —la Hungría del siglo XVI—, recurría a la tortura sistemática y al desangramiento, entre otras bondades inadmisibles, de núbiles muchachas, la segunda, gracias a la pericia de los autores, encuentra un modo más sofisticado (y, si se quiere, más moderno, pero no menos cruel y perverso) para lograr el mismo imposible cometido.
Siempreviva viene a formar parte de una larga cadena de obras teatrales, poéticas y narrativas que se refieren a este inusual personaje histórico. La Condesa Sangrienta no sólo existió (y para tranquilidad de muchos, fue procesada y condenada a morir emparedada en su propio castillo, escenario de sus crímenes más horrendos: se llegaron a contabilizar hasta 650 muchachas muertas), sino que su figura suscitó los más variados textos y hasta la existencia de un grupo musical (de heavy-metal, para ser más precisos) que lleva su mismo nombre. Dos de las obras más importantes que su sangrienta estela ha dejado están en la base —y en la mente de los autores— de Siempreviva.
Por un lado, la biografía novelada escrita por Valentine Penrose (La comtesse sanglante, 1962), voluminosa obra en la que se describe, con lujo de detalles, la vida de la lóbrega dama en cuestión, así como sus relaciones familiares, sociales y políticas. El texto, sin embargo, no hace hincapié en las escenas más morbosas y alucinantes sino que se limita a relatar, tras una larga investigación, el espeluznante caso. Aún así, y quizá porque Penrose, después de todo, también era poeta, ese texto logró capturar a esa otra dama (acaso sólo literariamente nocturna), que es la poeta argentina Alejandra Pizarnik. En 1966, ella publicó en la revista Testigo una nota (o, mejor, un relato poético, recogido en 1971 en libro), que tocaba los aspectos más densos y tenebrosos del libro de Penrose, precisamente aquellos donde ésta no había querido cargar las tintas.
Bril y Delavalle retoman entonces la idea rectora del personaje, su fiera y absoluta negativa a envejecer, su perversión, su insólita crueldad, y lo reencarnan en los años 50 y en la recientemente viuda Livia, una adinerada mujer argentina, una esclava más del deseo de no envejecer y del miedo irracional a lo inexorable: el paso del tiempo. Al igual que Erzébet, Livia tiene una obediente hasta la saciedad sirvienta, Nené, quien no sólo le proporciona los cuidados que su belleza marchita (mejor aún: marchitándose sin prisa y sin pausa) demanda, sino que también hace “experimentos”, consigo misma y con chicas provenientes de un orfanato, para conseguir el elixir que le permita a su ama ser lozana otra vez. La relación entre ambas, sádica por donde se la mire —pero también la más pura de cuantas Livia tiene—, marca el derrotero de la obra, en tanto ambas aparecen en el “escenario” en el principio y el final.
Y aquí, al menos tres puntualizaciones.
La primera concierne al teatro en el que esta obra se lleva a cabo. No es un teatro convencional. No hay telón. No hay butacas. Silencio de Negras es una casa reciclada del barrio de Constitución, cuya distribución ha sido sabiamente utilizada en función del drama y así, las escaleras, las habitaciones y hasta la puerta de calle son incorporadas al devenir de la obra, que transcurre, en su mayor parte, durante el velorio del marido de Livia, Avelino. Más todavía, el sorprendido espectador ingresa a un hall de recibo en el que hay dos coronas fúnebres sobre una de las paredes y en el extremo opuesto, un pequeño altar, con velas y cirios ardiendo, erigido en honor al difunto, cuya foto trasunta cierta inquietud. Una mucama ofrece, tímida, algo azorada (se nota que es nueva en sus funciones), una copa de vino a los recién llegados y luego los hace pasar a la “sala central”: dos habitaciones “de la casa”, delimitadas sólo por los acertados cambios de luces. Unas estrechas gradas colocadas en la larga pared del fondo permiten al espectador observar y asistir a todo lo que sucede desde muy cerca, pero sin que la necesaria distancia escénica se pierda en ningún momento.
La segunda puntualización involucra al actor principal de la obra, César Elloy, en su magnífica interpretación de la condesa sangrienta, ahora devenida en una suerte de diva hollywoodense porteña. Es una línea muy fina la que le toca transitar, en tanto fácilmente podría caer en la caricatura o en la mera burla, cosa que no sucede, ni siquiera cuando debe mostrar los costados más grotescos del personaje. Elloy logra acondicionar su voz de modo que suene con los imperativos acordes de una poderosa, una persona a quien nunca nadie le ha dicho “no”. Pero Livia es una mujer dueña de un poder que se extingue fatalmente, haga lo que haga y le suplique a quien le suplique, y así lo demuestra su composición del personaje. Todo esto, desde luego, sin desmerecer el excelente trabajo del resto del elenco, integrado por Carla Vidal, Eugenio Tourn, Marta Haller, Ivana Caballero y Pablo Giles.
La última puntualización tiene que ver con las resonancias literarias presentes en la obra. Si bien está muy lejos de la poética —y desgarrante— condesa pizarnikiana, ecos de los textos en prosa menos frecuentados de la misma poeta resuenan en Siempreviva en los momentos en que la obra, por ejemplo, para descomprimir un poco su dramatismo, apela al humor procaz, así como al más ingenuo. También algunos detalles vinculados con el mundo poético de Pizarnik aparecen, como las referencias a la niñez, a la oscuridad y la cajita musical que con gran acierto suena en el punto más alto de la puesta. La lograda ambientación, el vestuario y el registro coloquial de los diálogos, a su vez, nos evocan a ese otro gran autor argentino, tan en consonancia con la época, los nombres y la circunstancia elegida por los autores, que es Manuel Puig.
Siempreviva no sólo le da una más que interesante vuelta de tuerca al (in)comprensible deseo de no envejecer jamás, a la sed de juventud y belleza, a la siempre quimérica vida eterna a la que todos, del modo que sea, aspiran. También, al par de inscribirse en esta notable ascendencia literaria integrada, entre otros, por Penrose y Pizarnik, pone en escena un tema de intensa actualidad, porque ¿qué otra cosa son si no pequeñas y menos crueles condesas sangrientas todas esas mujeres que no dudan un instante en entrar en asépticos quirófanos cada seis meses o en recibir pinchazos de botox, muy parecidos a los pinchazos con largas y finas agujas que Erzébet prodigaba a sus costureritas rebeldes?
Como se ve, esto es tan antiguo como el mundo. En definitiva, se trata de matar al tiempo, “ese asesino que mata huyendo”.

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